OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ALMA MATINAL |
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"LOS QUE TENIAMOS DOCE AÑOS" por: ERNEST GLAESSER1 Mientras el libro de Remarque es un retorno al tema del frente, y por tanto un esfuerzo para extraer de un filón explotado ya por sucesivos equipos de novelistas, —desde Barbusse y Latzko a Dorguelés y Cendrars—, algunas onzas de metal puro, el libro de Ernest Glaesser Jahrgang 1902, traducido al español con el título Los que teníamos doce años y al francés con el de Classe 1902, enfoca la guerra desde un ángulo nuevo. No es, por cierto, la primera novela del retrofrente, de la retaguardia. Leyendo sus últimas páginas es ineludible el recuerdo de El hombre es bueno de Leonhard Frank. Pero la patética obra de Leonhard Frank transida de la emoción del instante en que la guerra se transforma en la revolución, es un documento de una generación ya adulta. Jahrgang 1902, en tanto, es el testimonio de la generación a la que su edad preservó del enrolamiento y cuyo juicio de la historia y de los hombres se forma en el período 1914-18. De esta generación ha dicho André Chamson que no tuvo mayores. Crece desvinculada de las que pelean en el frente, sin exceptuar la que alcanza sólo las jornadas de 1918. André Chamson y Jean Prevost han escrito sobre la precoz experiencia política de esta juventud. El tema de ambos es la crisis de los años 1918-19. Pero nos hacía falta la versión completa de una adolescencia transcurrida bajo el signo de la guerra. Los que tenían dieciocho años al pactarse el armisticio, se sentían prematuramente encargados de reconstruir Europa desde sus cimientos. Su temprana responsabilidad política era un apremio para la acción. Urgidos a decidir respecto al nuevo curso de la historia, no les era dado reconstituir morosamente cuatro años de insólita y dramática preparación para la vida. El testimonio sobre este período tenía que sernos aportado por los más jóvenes, por los que en 1914 tenían apenas doce años. En una ciudad francesa de provincia, no visitada por el hambre ni las bombas de los aviones, Raymond Radiguet pudo pensar que para su generación la guerra era algo así como unas largas vacaciones. El protagonista de Le Diable au Corps, a cubierto de toda penuria, es un pequeño profiteur del retroferente. La guerra, que retiene en las trincheras a los hombres válidos, permite a los adolescentes de Gimnasio el lujo precoz de una querida, de una mujer casada, joven y bonita, gozada al amparo de cierto relajamiento bélico de los estudios y los hábitos. Era lógico que la guerra dejara en esta juventud, la impresión de unas vacaciones de las que guardaba, sobre todo, el regusto de la anticipación de los placeres adultos, la saudade de un temprano acceso a la alcoba de las casadas apetecidas vagamente desde los primeros presentimientos de la pubertad. El sentimiento de la generación de Glaesser, de los que tenían doce años, se resume en esta frase: La guerra ce sont nos parents... —"La guerra son nuestros padres..."— La clase de 1922 se siente extraña y distinta de las que aceptan y hacen la guerra. Toda su educación no se había propuesto, sin embargo, otro objeto que el de asignarle una misión en una Alemania imperialista y victoriosa. Glaesser nos presenta a los pequeños protagonistas de su novela a la hora de la instrucción militar, en que el Dr. Brosius, antisemita, pangermanista, en cuyas mejillas "se inflaman de cólera las cicatrices de los duelos estudiantiles", ensaña su severidad en los ejercicios con León Sílberstein, débil y dulce judío, tuberculoso. Una política rastacuera y megalómana tiene conde nado a un ocio señero al padre de Ferd, el Comandante rojo, de quien Glaesser nos dice. "Herr von K era netamente conservador, aunque muy cultivado. Y esta sola circunstancia bastaba para convertirle en adversario decidido de Guillermo II, que se apoyaba para gobernar en una burguesía semiculta y en la ideología irreal de unos cuantos profesores, y que prometía la hegemonía del mundo a un pueblo que no tenía siquiera gusto para vestir bien y comer con cierto esmero". El padre del protagonista, funcionario de estricta psicología pequeño-burguesa, vagamente irritado contra la subversión de las relaciones entre las clases, esperaba un castigo de Dios, acaso una guerra, ante un episodio de sabotaje. Y un colega suyo se la augura: "Sería grandioso. Sería un fortalecimiento magnífico para nuestra nación, después de tanto tiempo de podrirnos en la molicie de la paz". Con este sentimiento sólo contrastaba el beato pacifismo del Dr. Hoffman, social-demócrata, enemigo de la violencia, que no podía dudar de la solidaridad internacional del proletariado. Glaesser describe con fuerza insuperable el ambiente de una ciudad alemana en los días de la declaratoria de la guerra. Fresco aún el episodio del sabotaje obrero y de la condena del social-demócrata Kremmelbein, la unión sagrada borra los confines entre los partidos. Kremmelbein, obrero de análisis meticuloso y frío en la apreciación de los factores de la historia presta ahora crédito absoluto a la afirmación de que se trata de una guerra de defensa nacional. Alemania no duda de su victoria. Una embriaguez bélica, contagiosa, irresistible, se opone a todo razonamiento. La lucha de clases se somete a una tregua. Kremmelbein, y el nacionalista Brosius fraternizan. Y con el mismo espíritu se sigue el desarrolló de la primera etapa. La decepción no empieza sino cuando la ilusión de una marcha victoriosa por Occidente se desvanece, para ceder su puesto a la realidad de la guerra de trincheras, implacable y tremenda. Pero el novelista no separa en ningún momento esta descripción de la guerra en la retaguardia de la historia de su protagonista. El proceso de una adolescencia en la que el elemento sexual ocupa un lugar que en estos tiempos de freudismo a nadie le parece excesivo, se enlaza y confunde con el proceso de la guerra. Glaesser nos ofrece la versión más viviente y sincera de la vida de un adolescente. Bajo este aspecto, su novela se emparenta lejanamente en la literatura con El Diario de Kostia Riatzeb. Glaesser no hace hablar sino a los hechos. Pero, cuando intercala en su relato una observación, tiene el acierto de ésta: "En el concepto escolástico que las personas mayores se han formado de los niños hay un prejuicio fatal y es el de su "primitivismo", No se concibe que el niño organice especulativamente sus pensamientos, que proceda sistemáticamente, con arreglo a un plan y proponiéndose un fin; que calcule, tantee, observe, posea una lógica interior y una manera propia de argumentar. Y muchas veces los niños no tienen ya nada de "inocentes", sino que son refinados en sus métodos como personas mayores. Lo que ocurre es que el niño, a diferencia de los grandes —y en esto consiste su ""inocencia"— no viste y disfraza con ropajes de moralidad sus actos y sus sentimientos, sino que ejecuta sin el menor pudor todas las porquerías y crueldades que se le ocurren. Su desamparo consiste en no saber valerse todavía de esos recursos que permiten a los grandes dar un nombre justificativo a sus acciones más ruines". Distinta de la de
Remarque, esta generación enjuicia, mucho más lúcidamente, las
responsabilidades de la guerra. No se siente, además, deshecha,
anonadada, vencida. Tiene una necesidad absoluta de acción y de fe.
Algunos escritores de la Alemania contemporánea la creen demasiado
sensual, mecanizada y deportiva, desprovista de aptitud creadora. Glaesser
defiende a su generación, fuera de su libro, contra esta crítica
pesimista. Los que en 1912 tenían doce años no quieren que su
experiencia sea estéril.
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